Miércoles
15 de septiembre de 2010
La parábola del
sembrador
1. Hoy
comenzamos la Novena
en honor de Nuestra Señora de la
Merced, Patrona de nuestra Arquidiócesis de Tucumán.
A lo largo de estos días vamos a meditar
algunas parábolas de Jesús.
Jesús, para trasmitir su mensaje, hizo
un gran uso de las parábolas.
La parábola se puede definir como la Buena Noticia revelada con
imágenes más que con conceptos. Por eso, en las parábolas no hay discursos,
sino realidades concretas.
Hoy contemplaremos la parábola del
sembrador.
Los tres Evangelios sinópticos traen
esta parábola.
En el Evangelio Jesús compara la Palabra de Dios con la
semilla. Una semilla, en sí misma, no tiene gran apariencia, pero tiene una
fuerza impresionante, está en condición de producir una gran planta.
Esta parábola Jesús la dice a la
multitud que lo seguía, y que estaba admirada de lo que decía.
El evangelio de Marcos dice: “Jesús comenzó a enseñar…”. Jesús enseña. Jesús es maestro de vida. Y
agrega Jesús: “¡Escuchen!”. Y termina
diciendo: “¡El que tenga oídos para oír,
que oiga”. Jesús quiere decir que lo que enseña nos toca de cerca, que pongamos
atención. Que no oigamos solamente de manera material. La parábola nos
compromete, nos implica, son palabras referidas a cada uno de nosotros.
La comparación de esta parábola es
sumamente fácil.
Jesús es el sembrador que ha venido a
sembrar la Palabra
de Dios, más aún, el es la
Palabra de Dios. Pero
nosotros debemos acogerla. Este es el punto fundamental.
“Sembrar” significa dar comienzo a una
vida nueva, comenzar un proceso vital.
La semilla es arrojada por el
sembrador sobre el terreno que presenta cuatro aspectos distintos: el camino,
la piedra, las espinas, la tierra fértil.
La primera cae en el camino y vienen
los pájaros y se la comen.
La segunda cae en terreno rocoso,
donde no había mucha tierra, brotó pero cuando salió el sol la quemó y por
falta de raíz se secó.
La tercera cayó sobre espinas, que la
sofocaron mientras estaba creciendo.
La última cae en tierra buena y produce
frutos abundantes.
En los otros casos, la ausencia del
fruto no se debe imputar a la semilla, sino a la falta de las condiciones necesarias
para que pueda desarrollarse y crecer.
2. El
evangelista dice que cuando Jesús se quedó solo, los que estaban cerca de él
junto con los Doce le preguntan por el sentido de la parábola.
Jesús va a explicar que la venida del
Reino de Dios en nuestra vida depende de cómo acogemos el mensaje del Señor y
de la transformación que produce en nuestra vida.
Ahora viene la analogía de la
parábola: la tierra son los hombres, la conciencia humana, el alma y el corazón
del hombre. Cristo respeta la libertad del hombre.
La parábola nos invita a eliminar los
obstáculos que impiden que la
Palabra de Dios dé frutos en nosotros.
Jesús nos explica que Dios es el
sembrador. La Palabra
de Jesús es propuesta a todos los hombres, por eso, la semilla es sembrada con
generosidad, sin mirar donde cae.
En la acción del sembrador, que
esparce la semilla con generosidad por todas partes, Jesús ve la acción del
Padre que a todos dirige su amor y su salvación.
La semilla es don de Dios y la
respuesta viene de la tierra, del hombre
Jesús dirá que muchas veces es Satanás
quien impide que la Palabra
de Dios sea acogida en el corazón del hombre. El Evangelio nos muestra que la
vida del hombre es una lucha, un combate entre Dios y el maligno. Por eso el
cristiano tiene que estar atento, vigilante, despierto.
En el Padrenuestro pedimos: “Y líbranos del mal”, es decir, del
maligno.
Jesús mismo ha rezado haciendo suya la
petición del Padrenuestro, cuando ruega al Padre en la Última Cena: “No te pido que los saques del mundo, sino
que los preserves del Maligno” (Jn. 17,15). Es el que siembra la cizaña en
el campo (Cf. Mt.13,36-43). Es, también, el que se lleva la Palabra del corazón del
hombre (Cf. Mc. 4,15).
San Pedro, en su primera carta, nos
exhorta diciendo: “Sean sobrios y estén
siempre alertas, porque su enemigo, el demonio, ronda como un león rugiente,
buscando a quien devorar” (1 Ped. 5,8).
Otras veces el obstáculo, que impide
que la semilla fructifique, es nuestra inconstancia, nuestra superficialidad. No
basta entusiasmarse por un rato. Ser constante es dejarse transformar por la Palabra. Por eso Jesús dice que
no tienen raíces. Entonces la adhesión al Señor será frágil y pasajera. En
cuanto se presenta una dificultad, una tribulación, abandonan la Palabra.
La tercera categoría, los que no dan
fruto: son los que por las preocupaciones del mundo, la seducción de las
riquezas y las demás concupiscencias, ahogan la Palabra y la hacen
infructuosa. Son las personas que quieren recibir la Palabra sin tener que
renunciar a nada.
El terreno ideal para que la semilla
crezca es la tierra buena, sin obstáculos que impidan el desarrollo de la
planta.
3. La Palabra, para que dé fruto,
depende de la calidad de la tierra humana, la cual puede abrirse como surco, o
cerrarse endureciéndose como pedregal. Dios no forzará las conciencias.
Este Evangelio nos invita a hacer un
examen de conciencia: Si la semilla de trigo produce una planta de trigo, ¿cómo
es que la semilla de la
Palabra de Dios, plantada en mi corazón, no produce lo que
esta palabra dice: el Reino de Dios, el hombre nuevo? ¿Cuáles son los
obstáculos que opongo a esa Palabra? ¿Recibo de verdad, la Palabra de Dios?
En cada Misa escuchamos la Palabra de Dios. La Iglesia nos propone
lecturas del Antiguo y Nuevo Testamento. Debemos preguntarnos ¿a qué categoría
de personas que Jesús presenta en esta parábola nos parecemos?
¿Durante la Misa estamos distraídos, de
tal modo que la Palabra
cae en un terreno que no la acoge? ¿O somos como aquellas personas que aprecian
la Palabra, quedan
contentos de escucharla, pero después no producen frutos porque la reciben
superficialmente? Si la
Palabra no penetra en nuestra mente y en nuestro corazón,
cuando sobrevienen las dificultades reaccionamos no según la Palabra, sino de acuerdo a
nuestro instinto natural.
Si queremos que nuestra vida cristiana
vaya creciendo, debemos prestarle más atención a la Palabra de Dios.
Imitemos a la Santísima Virgen.
Ella es la discípula fiel que escucha la Palabra, la conserva en su corazón, la medita y
la pone en práctica.
Jesús dice: “Felices los que escuchan la
Palabra de Dios y la practican”.
DÍA SEGUNDO
Jueves
16 de septiembre de 2010
La parábola de las dos casas
1. En
este segundo día de la Novena
en honor de Nuestra Señora de la
Merced, seguimos meditando las Parábolas de Jesús.
Jesús habla en parábolas porque Dios
está por encima de nuestros pensamientos y de nuestras palabras. Para hablar de
las cosas de Dios, debemos usar la experiencia que tengamos a nuestro alcance.
Jesús utiliza la experiencia humana, común, simple, sencilla, popular, para
trasmitir una enseñanza, para revelar el misterio de Dios, el Reino de Dios.
Así, para que comprendamos, por
ejemplo, el amor de Dios y su perdón, Jesús toma una experiencia que todos
podemos entender: “Un padre tenía dos
hijos…”.
Hoy meditaremos la parábola de las dos
casas.
Ella constituye la conclusión del
Discurso de la Montaña.
Jesús comienza contraponiendo entre el
“decir” y el “hacer”.
Esta parábola es simple. Se trata de
cuales son los cimientos sobre los que construimos una casa: si sobre arena, o
sobre piedra, sobre roca,
La roca que da estabilidad es el
Señor, la Palabra
de Dios, la fe.
La parábola contrapone dos figuras de
hombres. El hombre sabio, prudente y el hombre insensato.
La diferencia no está en el escuchar la Palabra de Dios sino en el
practicarla.
Sensato es el hombre que escucha y
pone en práctica la Palabra
de Dios.
Insensato es el hombre que escucha la Palabra de Dios y no la
practica.
La diferencia está en practicar, en
vivir la Palabra
de Dios.
2. Así,
el auténtico discípulo de Cristo, el cristiano verdadero, es el que cumple la
voluntad de Dios, el que práctica, el que pone en práctica, la Palabra de Dios: “Felices los que escuchan la Palabra de Dios y la
practican” (Lc. 11, 28).
El acento está en el “cumplir”, en el “practicar”, en el “hacer”.
Por eso Jesús da como consigna a los
Apóstoles el que enseñen a la gente a cumplir lo que Él nos enseñó: “Vayan, y hagan que todos los pueblos sean
mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del hijo y del Espíritu
Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo
que yo les he mandado” (Mt. 28, 20)
Esta insistencia de Jesús en el “cumplir”, en el “hacer” está ya preparada en otros textos precedentes.
En el capítulo 25 de Mateo se nos dice
que el juicio final consistirá en un examen de las acciones concretas: “tuve hambre, y ustedes me dieron de comer;
tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo y me
vistieron; enfermo, y me visitaron; preso y me vinieron a ver”. Los justos
preguntarán al Señor: “¿cuando sucedió
esto? Y el Rey responderá: «Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis
hermanos, lo hicieron conmigo»”.
El retrato del verdadero discípulo
está presentado en el texto que escuchamos al comienzo. Allí Jesús nos dice “No son los que me dicen: «Señor, Señor»,
los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo”.
Entonces, tendríamos que preguntarnos:
¿Qué
debemos hacer?
Es la misma pregunta que la gente le
hace a Juan Bautista al escuchar su predicación. Dice el Evangelio de Lucas 3,10-14:
“La gente le preguntaba: «¿Qué debemos hacer entonces? » El les
respondía: «El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; y el que tenga
que comer, haga otro tanto». Algunos publicanos vinieron también a hacerse
bautizar y le preguntaron: «Maestro, ¿Qué
debemos hacer?» El les respondió: «No exijan más de lo estipulado». A su
vez, unos soldados le preguntaron: «Y nosotros, ¿qué debemos hacer?». Juan les respondió: «No extorsionen a nadie,
no hagan falsas denuncias y conténtense con su sueldo»”.
¿Qué
debemos hacer?
Es la misma pregunta que la gente le
hace a los Apóstoles, después del primer discurso de Pedro: “Al oír estas cosas, todos se conmovieron
profundamente, y dijeron a Pedro y a los otros Apóstoles: »Hermanos, ¿qué debemos hacer? »” (Hech. 2,
37).
También el joven rico le pregunta a
Jesús: “Maestro, ¿qué obras buenas debo hacer para conseguir la Vida eterna? Jesús le
dijo: Si quieres entrar en la
Vida eterna, cumple los Mandamientos” (Mt. 19, 16-17).
Esta es la pregunta que cada uno de
nosotros debe hacerle: “Maestro, ¿qué
obras buenas debo hacer para conseguir la Vida eterna?
3. Todos
sabemos que una de las debilidades de nuestro catolicismo consiste en que
muchos creyentes, en su vida personal, o en su vida familiar, o en su vida
social, o en su vida profesional, etc. no viven conforme al Evangelio, no
cumplen los Mandamientos. Hay una división entre lo que profesan y su vida en
concreto. En estos casos el acento no está en el “cumplir”, en el “hacer”, en
el “practicar”, como pide el Señor.
Notemos que la conversión no consiste
sólo en un modo distinto de pensar a nivel intelectual, sino en el modo de
actuar a la luz de los criterios evangélicos. Ser cristiano verdadero no
consiste, solamente, en pensar según los criterios del Evangelio, sino también
en vivir conforme a esos criterios. Se
corre el peligro de hacer del cristianismo una doctrina, una cosmovisión de la
vida, una filosofía en donde se sostienen valores evangélicos con respecto a la
persona, a la familia, pero que después no se viven cada día. Aquí también se
da una ruptura entre fe y vida.
El verdadero discípulo de Jesús es el
que lleva a la práctica un nuevo estilo de vida. Ese estilo o forma de vivir es
la “vida en Cristo”, la “vida en el Espíritu”, que se acepta por la fe, se
expresa en el amor y en la esperanza.
La meta a la que conduce la conversión
no afecta sólo una parte de la vida (la que erróneamente llamamos la vida
religiosa) sino que toca toda la vida del creyente.
La
Santísima
Virgen
María es la discípula perfecta del Señor porque acogió la Palabra de Dios, la
conservó en su corazón y la vivió, la llevó a la práctica.
DÍA TERCERO
Viernes 17 de septiembre de
2010
las
parábolas dEl tesoro y de la
perla
1. Hoy celebramos el tercer día de la Novena en preparación a la
fiesta de Nuestra Señora de la
Merced.
En estos días estamos
meditando las parábolas de Jesús.
La parábola es
un hablar figurado que pertenece a todos, especialmente a la narrativa popular
y su finalidad es didáctica. Además de enseñar, el lenguaje figurado retiene la
atención del que escucha.
Las parábolas cuentan
casos de la vida y costumbres que la gente de Palestina podía comprender. En
las parábolas, Jesús usa imágenes de la vida agrícola, o del trabajo, o del
mar, o de la casa, etc.
En el Evangelio
que acabamos de escuchar, Jesús narra dos parábolas gemelas: el tesoro
escondido y la perla de gran valor. Estas parábolas en el fondo significan lo
mismo. Se trata del “precio” que hay
que pagar para poder entrar en el Reino.
Los dos
personajes de estas parábolas venden todo lo que tienen para comprar algo de gran
valor que han encontrado.
En la primera
parábola se trata de un hombre que trabaja en el campo. En la segunda se trata
de un negociante.
El hombre de campo vende lo que tiene ¡seguramente
no mucho! porque no era rico. El negociante tenía mucho, y vendió. Pero en
ambos casos, lo que interesa es que los dos vendieron todo. Y lo hacen con
alegría. Comprenden que no es nada frente al tesoro del Reino.
En realidad, el
tesoro y la perla representan al Evangelio. Un cristiano que frente al Evangelio
hace lo del hombre de campo y del negociante, se entrega todo y con alegría
porque comprende que el Evangelio es la gran fortuna. Éste es el verdadero
discípulo de Jesús.
Solamente somos cristianos de verdad
el día que nos percatamos de que el Reino lo es “todo” en nuestra vida, más indispensable que el pan de cada día.
2. Así
hicieron los primeros discípulos de Jesús, sintieron el llamado de Jesús y
dejándolo todo lo siguieron. El Evangelio, aludiendo a Simón y a su hermano
Andrés, dice que “inmediatamente ellos dejaron
las redes y lo siguieron” (Mt. 4, 20). Lo mismo ocurre cuando Jesús llama a
Santiago y a su hermano Juan: “Inmediatamente,
ellos dejaron la barca y a su padre, y lo siguieron” (Mt. 4,22).
En cambio no respondió así el joven
rico -que al escuchar al Señor que le dice: “Ve,
vende todo lo que tienes y dalo a los pobres: así tendrás un tesoro en el
cielo. Después ven y sígame”- se fue triste “porque poseía muchos bienes” (Mt. 19,16-22).
La tristeza del joven se contrapone a
la alegría del hombre que encontró un tesoro.
Las dos parábolas enseñan que la
conversión nace de haber encontrado un tesoro que llena el corazón: la alegre
noticia del Reino. Por eso el verdadero convertido no dice: “He vendido el
campo”, sino “Encontré un tesoro”. El verdadero discípulo no habla de lo que
dejó, sino de lo que encontró y le cambió la vida.
La imagen del tesoro aparece otras
veces en el Evangelio: “No acumulen
tesoros en la tierra... Acumulen, en cambio, tesoros en el cielo…Allí donde
está tu tesoro, estará también tu corazón” (Mt. 6,19-21).
El tesoro es lo que mueve el corazón.
Para nosotros el tesoro es Cristo.
Las parábolas nos hacen descubrir los
verdaderos valores. Entonces toda la vida cambia.
Quien encuentra el tesoro escondido o
la perla preciosa afronta todos los sacrificios para adquirirlos.
Los cristianos deben descubrir su
vocación profunda, cuál es el plan de Dios para sus vidas.
Cuando un hombre entiende para qué fue
creado por Dios, cuál es la meta que Dios le tiene reservada, entonces
comprende, con gran alegría, haber encontrado lo más importante en su vida.
El proyecto de Dios sobre el hombre es
un proyecto de amor, de comunión, de vida plena. Dios quiere nuestra felicidad,
por eso Jesús afirma en el Evangelio. “Les
he dicho esto para que mi gozo sea en ustedes, y ese gozo sea perfecto”
(Jn. 15,11).
El proyecto de Dios sobre nosotros es
maravilloso, pero nos toca a cada uno descubrirlo.
En la primera lectura San Pablo nos
muestra el proyecto de Dios sobre el hombre.
Pedro dijo: “Señor, nosotros lo hemos dejado todo para seguirte”.
¿Dónde está nuestro tesoro? ¿Dónde
está nuestro corazón? ¿En qué medida Cristo es para nosotros lo primero que ha
de preferirse a todo lo demás? ¿En qué medida nuestra vida está orientada por
Cristo y su Evangelio, por el mandamiento del amor a Dios y del amor al
prójimo?
San Pablo dice: “Pero todo lo que hasta ahora consideraba una ganancia, lo tengo por
pérdida, a causa de Cristo. Más aún, todo me parece una desventaja comparado
con el inapreciable conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por Él, he
sacrificado todas las cosas, a las que considero como desperdicio, con tal de
ganar a Cristo” (Fil. 3,7-8).
La Virgen María es la mujer que encontró un
tesoro y consagró a Él toda su vida.
DÍA CUARTO
Sábado 18 de septiembre de
2010
La Parábola de
las diez jóvenes del cortejo nupcial
1. Hoy
celebramos el cuarto día de la
Novena a Nuestra Señor de la Merced.
Seguimos meditando las Parábolas de
Jesús.
La parábola, narrando algo, quiere
decir otra cosa más elevada, hace un salto. La parábola, partiendo de la vida
cotidiana, expresa otra cosa superior y más profunda. Y por eso interroga.
Para que la parábola dé frutos al que
la escucha no es suficiente que la comprenda, sino es necesario que la acepte.
El Evangelio que acabamos de escuchar
nos trae la parábola de las diez jóvenes del cortejo.
Después de haber insistido en la
incertidumbre sobre el día y la hora en que vendrá el Señor, Jesús pronuncia
esta parábola que tiene como tema la vigilancia.
También Jesús pronuncia otras
parábolas sobre este tema. Recordemos la parábola del portero (Mc. 13,33-35).
El Evangelio nos indica las
condiciones para entrar con Jesús en la gloria celestial. El Señor compara el
Reino de los cielos a un grupo de jóvenes que se preparan para la celebración
de las bodas. Cinco de ellas son sabias y cinco necias, es decir, imprudentes
para prevenir el futuro.
En tiempos de Jesús era costumbre que
las bodas se celebrasen de noche. El novio tomaba la novia de la casa de sus
padres y la llevaba a su casa. Jóvenes amigas aguardaban en casa de la novia la
llegada del esposo y acompañaban a la novia. Por eso el cortejo debe andar con
las lámparas encendidas. Las jóvenes necias toman las lámparas, pero no llevan
el aceite; las sabias, en cambio, junto con las lámparas llevan el aceite. El
esposo tarda en llegar y todas se duermen.
A medianoche se escucha un grito: “Ya viene el esposo, salgan a su encuentro”.
Las necias se dan cuenta que no tienen
aceite para encender sus lámparas y se lo piden a las sabias, pero éstas les
hacen ver que no alcanza para todas. Entonces, mientras las jóvenes necias van
a comprar el aceite, llega el esposo y las jóvenes sabias entran con él a la
sala nupcial y se cierra la puerta. Después llegaron las otras jóvenes y ya no pudieron
entrar.
2. ¿Qué
enseñanza nos quiere dar Jesús con esta parábola?
Jesús nos quiere decir que debemos
prepararnos al encuentro definitivo con él, al encuentro final.
Muchas veces Jesús en el Evangelio nos
invita a estar atentos. Al final de este relato nos dice: “Estén prevenidos, porque no saben el día ni la hora”.
Esta parábola no sólo nos dice que
debemos estar despiertos, sino también preparados. Estar en vela no significa
solamente resistir el sueño, sino estar preparados.
Tener el aceite para las lámparas
significa tener las buenas acciones en correspondencia con la gracia. Ser
sabio, ser prudente, significa no esperar a último momento para corresponder a
la gracia de Dios.
Entonces, si queremos estar preparados
para el momento del encuentro con el Señor, debemos desde ahora colaborar con
su gracia y obrar bien.
No es suficiente tener la lámpara, que
podemos compararla con la fe, que ilumina nuestra vida. Pero la fe sola no
basta. La fe que vale, como dice San Pablo, es “la fe que obra por medio del amor” (Gál. 5,6). De esta manera el
Apóstol nos hace entender cuál es la condición para estar preparados al
encuentro con el Señor: llevar una vida cristiana en la fe y en la caridad, es
decir, una vida de amor, llena de buenas obras.
La fe que obra por medio de la
caridad: esto es lo que vale y nos une al Señor.
La contraposición entre sabio y
necio nos recuerda la parábola de las
dos casas (Mt. 7,21-27), que meditamos el otro día: uno que edifica la casa
sobre roca ( el que es sabio) y otro edifica sobre arena ( el necio). La
enseñanza es la misma: es sabiduría fundamentar la propia vida en el escuchar la Palabra y practicarla; es
necedad escuchar y no practicar.
Jesús dice: “Felices los que escuchan la
Palabra de Dios y la practican”.
Aprendamos de la Virgen que escuchó y
practicó la Palabra
de Dios.
DÍA quinto
Domingo 19 de septiembre de
2010
La Parábola del Buen Samaritano
1. Hoy
celebramos el quinto día de la
Novena a Nuestra Señora de la Merced.
Seguimos meditando sobre las parábolas
de Jesús.
Parábola significa comparación. Es la
narración o descripción de un hecho que ilustra algún aspecto de la doctrina
que Jesús quiere enseñar. Pero la enseñanza dada por Jesús a través de
comparaciones, exige un compromiso por parte del discípulo que la oye. El
discípulo debe preguntarse cómo esa enseñaza lo afecta a él mismo.
En el Evangelio de hoy se nos narra la
parábola del Buen Samaritano.
Un jurista, maestro de la Ley, le formula a Jesús una pregunta
fundamental: “Maestro, ¿qué tengo que
hacer para heredar la Vida
eterna?”.
Jesús devuelve la pregunta al jurista
que plantea la cuestión: “¿Qué está
escrito en la Ley?
¿Qué lees en ella?”. El maestro de la Ley
responde acertadamente enunciando el mandamiento del amor a Dios y al
prójimo: “Amarás al Señor, tu Dios, con
todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu
espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo”.
Entonces el evangelista dice que, para
justificar su intervención, el doctor de la ley preguntó: “¿Y quien es mi prójimo?”.
El maestro de la Ley se preocupa por el sentido
de la palabra “prójimo”. El determinar bien el sentido de esta expresión es
algo fundamental para un correcto cumplimiento de los mandamientos del amor. La
palabra “prójimo” significa “el que está cerca, próximo, al lado”. Pero la
cuestión es: hasta dónde llega la proximidad, a qué distancia debe estar
ubicado alguien para seguir considerándose prójimo. ¿Alguien es prójimo porque
está cerca en el orden familiar? ¿o lo es por nacionalidad? ¿o por la amistad?
¿o porque tiene la misma religión?
Jesús no responde dando una definición
sobre el prójimo, sino relatando una parábola, la historia de un hombre que
cayó en manos de bandidos, apaleado, yaciendo medio muerto al borde del camino.
Con esta parábola Jesús traslada la
pregunta a otro horizonte de sentido. Mucho más que decir quién es el prójimo, interesa saber quién se comporta como
prójimo.
Hay un contraste entre la conducta del
sacerdote, del levita y la del samaritano.
Un sacerdote y un levita que pasan por
ese camino no prestan ayuda y optan por
alejarse rápidamente del lugar.
Pasa entonces por el mismo camino un
samaritano. Este es el miembro de un pueblo enemigo. Los samaritanos eran
despreciados por los judíos.
Sin embargo, este enemigo se conmueve
al ver abandonado en el camino al hombre asaltado y herido.
El Evangelio nos dice que el
Samaritano “se conmovió”, “tuvo compasión”. Es una experiencia
intensa que le abre los ojos para ver la realidad, la necesidad del otro. Y su sentimiento
no quedó en buenos propósitos, sino que se tradujo en una ayuda efectiva. En
este punto la parábola relata con meticulosidad todos los pasos dados por el
samaritano para ayudar al hombre herido.
2. “Se conmovió”: designa la intensa emoción
y piedad que tuvo el samaritano que pasaba por ese lugar. La misma palabra se
usa en el Evangelio de Lucas para expresar la compasión de Jesús delante del
funeral de la viuda de Nain. En otros lugares de la Biblia esta palabra alude a
la inmensa ternura que Dios tiene por el hombre. Con esta palabra se describe
lo que acontece en el corazón del samaritano y lo mueve en el mismo movimiento
de misericordia con que Dios ama a los hombres.
La parábola dice que un hombre fue
asaltado. Un hombre cuyo nombre, cuya nacionalidad, cuya religión, cuya
conducta, ignoramos: sólo un hombre. Basta saber que es un ser humano.
Jesús en la parábola del Buen
Samaritano nos enseña que debemos estar delante de todo hombre con el mismo
amor de Dios: acoger a todo hombre, simplemente porque es hombre, más allá de
su nacionalidad, raza, cultura, religión. Que debemos descubrir sus
necesidades. El reconocimiento de todo hombre como hijo de Dios, nos permite
acogerlo como hermano.
El Buen Samaritano es Cristo, que nos
muestra el amor de Dios hacia el hombre. Viendo la penuria del hombre caído, el
Hijo de Dios se “acercó” a él por la Encarnación, le restañó las heridas con los
sacramentos del aceite y del vino y lo confíó a la hospedería de la Iglesia.
La parábola del Buen Samaritano es una
revelación sobre Jesús y sobre su misión. Jesús se presenta como el Buen
Samaritano que, con la compasión de Dios, se hace próximo a todo hombre.
Pero el camino de Jesús es el camino
de los discípulos, el camino de la
Iglesia.
Así esta parábola es un mensaje y una
invitación: “Ve y procede tú de la misma
manera” (Lc. 10, 37).
Es el camino que debe recorrer todo
cristiano y no simplemente una palabra dicha al doctor de la Ley. Ya no es cuestión de
amar al prójimo de cualquier modo, sino que es menester amarlo como Dios lo
ama, como somos amados por Cristo. Para ser capaces de amar a los demás
hombres, es necesario que, primero, comprendamos que cada uno de nosotros somos
ese hombre herido, tirado al costado del camino, al que se acercó Cristo para
salvarnos.
Terminado el relato, Jesús pregunta al
maestro de la Ley
no quién es el prójimo, sino cuál de los tres viajeros se hizo prójimo del caído, acercándose a él.
El jurista había preguntado ¿quién es
mi prójimo? Y Jesús pregunta: ¿Quién se hizo cercano (próximo)? Para estar cerca de otro no tengo que medir
la distancia, sino que soy yo quien tengo
que acercarme, haciéndome a mí mismo prójimo del otro.
3 El
cristiano tiene que acercarse a quien lo necesita. No le está permitido dar rodeos,
pasar de largo por el camino de los caídos. Tiene que conmoverse ante cualquier
herido y marginado. Debe acercarse a los medio muertos y ayudarlos a recuperar
la vida.
Para entender el alma de la caridad
volvamos al momento central de la parábola: “Pero
un samaritano que pasaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió ”.
Este punto central es retomado en la
conclusión: “¿Cuál de los tres te parece
que se comportó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?...El que
tuvo compasión de él”.
El corazón de la parábola es la
compasión, la misericordia. Es una compasión llena de ternura. Es una caridad
misericordiosa, que nos hace acercarnos a los hermanos necesitados.
Hemos de pedir un corazón de buen
samaritano.
La parábola del Buen Samaritano nos
muestra el compromiso de hacernos próximos de todos los hombres.
¿Qué caminos debe recorrer la
comunidad para repetir el gesto del Buen Samaritano?
La
Iglesia,
cada comunidad cristiana, debe hacerse el Buen Samaritano del hombre de hoy.
Con profunda humildad debe ofrecer lo que ella tiene. Y debe hacerlo, no desde
arriba y desde afuera, sino desde adentro, acercándose al hombre de hoy.
“Ámense
cordialmente con amor fraterno, estimando a los otros como más
dignos...Consideren como propias las necesidades de los hermanos y practiquen
generosamente la hospitalidad”
(Rom. 12, 10-13).
Demos gracias al Señor porque nuestra
Iglesia está sobre el camino de Jericó socorriendo a los necesitados.
No dejo de asombrarme por las
innumerables y conmovedoras expresiones de caridad tanto de las personas como
de las comunidades.
El alma de nuestro pueblo cristiano,
tradicionalmente bueno y solidario, suscita gestos e iniciativas de ayuda.
A la puerta de nuestras parroquias
llaman diariamente muchas personas en busca de una ayuda inmediata: ropa,
alimento, una medicina, trabajo.
Caritas realiza entre nosotros un
enorme servicio hacia los hermanos necesitados.
Muchas personas visitan a los enfermos
y ancianos en sus casas, en los hospitales, en las clínicas.
En el itinerario educativo de los
jóvenes, se prevén visitas a los hogares de ancianos, a las personas solas y
enfermas.
Los voluntarios de la pastoral
carcelaria visitan y acompañan a los privados de libertad.
Otros se ocupan de los chicos de la
calle.
En momentos de calamidades, vemos como
los fieles acuden con su generosa ayuda.
Estimulados por tantos ejemplos de
caridad, tenemos que impulsar cada vez más a nuestras comunidades a recorrer el
camino de Jericó.
La caridad es el camino de nuestra
Iglesia.
DÍA sexto
Lunes 20 de septiembre de 2010
La parábola de la viuda insistente
1. Hoy
celebramos el sexto día de la
Novena a nuestra Patrona, Nuestra Señora de la Merced.
En esta Novena venimos meditando las
parábolas de Jesús.
Las parábolas explican las cosas
espirituales, mediante las cosas visibles, materiales, corpóreas. Así, en la
parábola Jesús intenta que, a través de cosas humanas, podamos conocer algo del
misterio de Dios.
Así dice “el Reino de Dios es semejante a…”; o “el Reino de Dios se parece a…”.
En el Evangelio acabamos de escuchar
la parábola de la viuda insistente.
El tema de la parábola es la oración.
El texto comienza diciendo: “Jesús enseñó
con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse”.
Este tema de la oración es frecuente
en los Evangelios.
Jesús es Maestro de oración con su
ejemplo y con su enseñanza.
Jesús concedía largo tiempo a la
oración, a pesar de que el trabajo apostólico lo apremiaba. Jesús trabaja mucho. Es tanto el trabajo, es
tanta la gente que acudía a Él: “que ni
siquiera podía comer” (Mc. 3,20). Pero Jesús reza mucho, le dedica mucho
tiempo a la oración.
Así vemos a Jesús que pasaba la
noche en oración: “En esos días,
Jesús se retiró a una montaña para orar, y pasó toda la noche en oración con
Dios” (Lc. 6, 12). Y también que se retira a lugares desiertos para
orar: “Pero el se retiraba a lugares
desiertos para orar” (Lc. 5,16).
Jesús no sólo nos enseñó a orar
orando, es decir con su ejemplo, con su testimonio, sino que también en casi
todas las páginas del Evangelio encontramos auténticas lecciones sobre la
oración.
Jesús nos ha enseñado a no ser
locuaces en la oración
“Cuando
oren, no hablen mucho, como hacen los paganos: ellos creen que por mucho hablar
serán escuchados. No hagan como ellos, porque el Padre que está en el cielo
sabe bien qué es lo que les hace falta, antes que se lo pidan” (Mt. 6,7-8).
Jesús nos enseñó a no rezar para
ser vistos
“Cuando
ustedes oren, no hagan como los hipócritas: a ellos les gusta orar de pie en
las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos. Les aseguro que
ellos ya tienen su recompensa. Tu, en cambio, cuando ores, retírate a tu
habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu
Padre que ve lo secreto, te recompensará” (Mt. 6,5-6).
Jesús ha enseñado a perdonar antes
de rezar
Jesús nos pide que purifiquemos
nuestro corazón antes de presentarnos al Padre.
“Y
cuando ustedes se pongan de pie a orar, si tienen algo contra alguien,
perdónenlo, y el Padre que está en el cielo les perdonará también sus faltas” (Mc. 11,25).
Notemos que la liturgia coloca al rito
penitencial antes de celebrar la
Eucaristía y antes del encuentro con Cristo en la comunión,
exige el rito de la paz entre los hermanos.
2. En
esta parábola de la viuda insistente Jesús nos enseña a ser constantes en la
oración, a rezar siempre sin cansarnos: “Después
Jesús les enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin
desanimarse” (Lc. 18,1).
Para animar a sus discípulos a rezar
siempre, insistentemente, el Señor propone esta parábola muy sencilla. Se trata
de una pobre viuda que recurre frecuentemente a un juez malvado para que le
haga justicia ante un adversario.
La figura de la viuda nos sugiere una
mujer anciana, y desprovista de toda ayuda.
Sin embargo, la viuda consiguió lo que
buscaba, gracias a su insistencia. Su perseverancia y constancia pudo más que
la maldad del juez. Éste resolvió atenderla para que no viniera otra vez a
molestarlo.
La conclusión de la parábola es muy
fácil: si el juez, que era malo, atendió a la pobre viuda, ¿no hará mucho más
el Padre celestial, que es bueno?
La parábola nos enseña la necesidad de
orar siempre, sin desalentarse jamás, aún cuando parezca que el Señor desoye la
súplica, porque al final atenderá nuestra oración.
La constancia es expresión de fe:
creemos que Dios nos escucha.
La constancia es expresión de
esperanza.
En ciertas circunstancias Dios demora
su respuesta. Esto nos hace crecer en humildad, a madurar los problemas, a
ponernos en las manos de Dios.
Dios no necesita de nuestra
insistencia, la necesitamos nosotros para disponer nuestro corazón a aceptar la
voluntad de Dios.
San Pablo nos dice: “Alégrense en la esperanza, sean pacientes
en la tribulación y perseverantes en la oración” (Rom.12,12). Y también: “Perseveren en la oración” (Col. 4,2); “Oren sin cesar” (1 Tes. 5,17).
3. La
primera lectura del libro del Éxodo, de una manera concreta, manifiesta la
eficacia de la oración.
Amalec vino a combatir contra Israel e
Israel debía defenderse. Pero la victoria depende totalmente de la oración de
Moisés. Dice el texto: “Mientras Moisés
tenía los brazos levantados, vencía Israel; pero cuando los dejaba caer,
prevalecía Amalec”. Así se manifiesta la eficacia de la oración, la
necesidad de una oración insistente, perseverante.
Los israelitas encontraron la forma de
orar perseverante de parte de Moisés y le piden a Aarón y a Jur que le
sostengan los brazos para orar. “Así sus
brazos se mantuvieron firmes hasta la puesta del sol. De esa manera Josué
derrotó a Amalec y a sus tropas al filo de la espada”.
El texto evangélico termina
refiriéndose a la fe: “Pero cuando venga
el Hijo del hombre, ¿encontrará la fe sobre la tierra?”.
Es una pregunta que debe suscitar en
nosotros un aumento de fe. Es claro que la oración debe ser expresión de fe; de
lo contrario no es verdadera oración. Si uno no cree en Dios, no puede orar. Si
uno no cree en la bondad de Dios, no puede rezar. La fe es esencial para la
oración.
Así se completa lo que enseña Jesús:
orar con insistencia y orar con fe.
DÍA séptimo
Lunes 20 de septiembre de 2010
La parábola del hijo pródigo
1. Hoy
celebramos el séptimo día de la
Novena a Nuestra Señora de la Merced.
En esta celebración seguimos meditando
las parábolas de Jesús.
La parábola está fundamentada en la
experiencia humana, por eso logra ser entendida más fácilmente y, a la vez,
habla a todos los hombres.
En este caso, Jesús llama a sus
oyentes a la experiencia del amor paterno, capaz de recibir con alegría al hijo
que retorna a casa.
La parábola del hijo pródigo, o mejor
del Padre misericordioso, que acabamos de escuchar, es uno de los textos más
conmovedores de la Biblia.
Nos presenta a un padre que respeta la libertad de sus hijos,
aunque ello signifique la separación, que el padre no desea.
El hijo menor ya no quiere ser hijo en
la casa del padre. Este es el rasgo fuerte del pecado. El hijo menor quiere
separarse de la presencia del padre, es decir, quiere proyectar su vida fuera del
designio divino. Excluye a Dios de su vida. Pretendió romper toda dependencia
del padre, y depender solamente de sí mismo.
El hijo menor dice al Padre: “Padre, dame la parte de la herencia que me
corresponde”. El Padre no tiene dificultad, divide la herencia entre los
hijos y deja, con el corazón dolorido, partir al hijo menor, porque respeta su
libertad.
El hijo despilfarra todos sus bienes
en una vida licenciosa. Así pierde su dignidad de hijo.
El que quería vivir libre del padre,
se convierte en esclavo. El pecado es servidumbre y esclavitud.
Después de un tiempo se encuentra en
una situación realmente dolorosa y termina cuidando cerdos. Además siente
hambre y no puede comer ni siquiera las bellotas que comían los cerdos.
Entonces toma conciencia de la pérdida
completa de su dignidad y decide regresar a su casa y decirle a su padre: “Padre, pequé contra el cielo y contra ti;
ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros”.
2. El
padre misericordioso ocupa el centro de la parábola.
¿Cómo reacciona el padre? “Cuando todavía estaba lejos, su padre lo
vio y se conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó”.
No se puede dar una acogida más
afectuosa, llena de amor por el hijo que regresa.
El hijo, entonces, comienza a decir la
frase que tenía preparada: “Padre, pequé
contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo”.
El padre, sin tener en cuenta estas
palabras, dice a los servidores: “Traigan
enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias
en los pies”. Estos son los signos de la dignidad filial.
De esta manera Jesús nos revela el
corazón de Dios nuestro Padre.
El padre dice después: “Traigan el ternero engordado y mátenlo.
Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida,
estaba perdido y fue encontrado. Y comenzó la fiesta”.
El padre hace fiesta. Se alegra por la
conversión del hijo. Una conversión que es un regreso a la vida.
Esta parábola suscita en nosotros una
gran confianza en la misericordia del Padre. Tenemos que tener siempre presente
la bondad del Padre.
Esta parábola nos hace sentir la
inmensa misericordia del corazón de nuestro Dios, siempre “lento a la ira y
lleno de amor”.
El padre de la parábola revela al Dios
de la misericordia. Al Dios que vino al mundo a buscar al pecador que se había
alejado de la casa del Padre.
Ese amor de misericordia tiene un
nombre: se llama Jesucristo.
Y se expresa en la cruz.
Como pide la primera lectura que
escuchamos, la Segunda
Carta de San Pablo a los Corintios: “Dejémonos reconciliar con Dios”.
DÍA octavo
Miércoles 22 de septiembre de
2010
La parábola del fariseo y del publicano
1. Hoy
celebramos el octavo día de la
Novena en honor de Nuestra Señora de la Merced.
Seguimos meditando las parábolas de
Jesús.
Las parábolas son enseñanzas
realizadas no con conceptos, sino con imágenes concretas. La parábola es una
narración que está en la línea de la imagen concreta.
En el Evangelio escuchamos la parábola
del fariseo y el publicano.
Jesús en el Evangelio nos da muchas
enseñanzas sobre la oración.
Así nos enseñó a perdonar antes de
rezar: “Y cuando ustedes se pongan de pie
a orar, si tienen algo contra alguien, perdónenlo, y el Padre que está en el
cielo les perdonará también sus faltas” (Mc. 11,25).
Nos enseñó a ser constantes en la
oración: “Después Jesús les enseñó con
una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse” (Lc. 18,1).
Nos enseñó a no ser locuaces en la
oración: “Cuando oren, no hablen mucho,
como hacen los paganos: ellos creen que por mucho hablar serán escuchados. No
hagan como ellos, porque el Padre que está en el cielo sabe bien qué es lo que
les hace falta, antes que se lo pidan” (Mt. 6,7-8).
Nos enseñó a rezar para defendernos
del mal: “Oren para no caer en la
tentación” (Lc. 22,40).
Como en otras muchas veces, en el
Evangelio que acabamos de escuchar, Jesús nos enseña por medio de una parábola,
es decir, de comparaciones.
En esta parábola, Jesús nos da otra
enseñanza sobre la oración. Es sobre la disposición interior que debemos tener
para rezar bien y ser escuchados.
En la parábola se nos presentan dos
personas que rezan: el fariseo y el publicano. Las actitudes de ambos son
contrarias.
Los fariseos eran muy religiosos,
estudiosos de la Biblia
y se preocupaban de cumplir todas las leyes de Dios.
Los publicanos o cobradores de impuestos
eran mal vistos porque muchas veces se enriquecían exigiendo más de lo que
correspondía pagar. Se consideraba a los cobradores de impuestos como hombres
pecadores, carentes de conciencia, sin principios morales.
Estas dos personas tan distintas entran
un día, a la misma hora, a rezar en el Templo.
El fariseo está de pie, en cambio el
publicano no se anima a levantar los ojos al cielo, sino que se golpea el
pecho.
El fariseo da gracias a Dios por no
ser como los demás hombres, que son
ladrones, injustos, adúlteros, ni ser como el publicano.
Después presenta sus méritos: ayuna
dos veces por semana, y paga la décima parte de lo que tiene.
El publicano, en cambio, no hace una
larga oración, sino una oración humilde: “¡Dios,
sé misericordioso conmigo, que soy un pecador!”.
Jesús termina su parábola explicando
que de estos dos hombres, uno sólo es escuchado. Y ese hombre era el más
pecador: Yo les digo que este último bajó
santificado a su casa, pero no el otro”.
2. Se
trata de dos actitudes religiosas bien diferentes.
El fariseo tiene la presunción de ser
justo frente a Dios y de sentirse superior a los otros: “No soy como los
otros”.
Por eso espera que Dios lo felicite. El
fariseo era soberbio, se creía mejor que los demás. Lo malo está en la autosuficiencia.
El fariseo, más que agradecer a Dios, se agradece a sí mismo. ¡Que lejos está
de San Pablo!, que confiesa: “Por la
gracia de Dios soy lo que soy” (1 Cor. 15,10).
El publicano, en cambio, no tenía
nada. Solamente le pide a Dios que tenga misericordia.
Si queremos ser escuchados por Dios,
debemos ser misericordiosos, bondadosos y comprensivos con los otros y no separarnos
de los hermanos, aunque sean pecadores.
Jesús ha venido para cargar sobre sus
espaldas los pecados de todos. También nosotros cuando rezamos, debemos hacerlo
por los pecadores.
Al final de la parábola Jesús dice: “El que se eleva será humillado, y el que se
humilla a sí mismo, será elevado”.
La soberbia es lo mas perjudicial para
la vida espiritual. El soberbio se encierra en sí mismo y se cierra a Dios. Por
el contrario, el humilde reconoce su propia debilidad y su propia culpa y se
abre a la gracia misericordiosa de Dios.
3. La
primera lectura completa al Evangelio. Afirma que la oración del humilde
penetra las nubes, es decir, alcanza a Dios.
El texto dice: “El Señor no se muestra parcial contra el pobre y escucha la súplica
del oprimido; no desoye la plegaria del huérfano, ni a la viuda, cuando expone
su queja”.
Lucas es el evangelista que más habla
sobre la oración y la misericordia. Y esta parábola une los dos temas: empieza
con la oración y termina con la misericordia. Al dirigirnos a Dios como pobres
pecadores arrepentidos, el Señor nos escucha y nos perdona misericordiosamente.
DÍA noveno
Jueves 23 de septiembre de
2010
La parábola del
servidor despiadado
1. Hoy,
vísperas de la fiesta de Nuestra Señora de la Merced, queremos reflexionar sobre el perdón.
La primera lectura del libro del
Eclesiástico enseña que nuestra conducta de perdón hacia los que nos hayan ofendido, tendrá una
respuesta igual de parte de Dios. Esta lectura prepara para la parábola del
evangelio de hoy. En particular el versículo que afirma: “Perdona el agravio a tu prójimo y entonces, cuando ores, serán
absueltos tus pecados”.
Jesús nos dice: “Si ustedes perdonan al prójimo sus faltas, el Padre que está en el
cielo también los perdonará a ustedes” (Mt. 6,14).
Acabamos de escuchar la parábola del
servidor despiadado.
El contexto de la parábola es una
pregunta de Pedro que todos hacemos muchas veces a Jesús a lo largo de nuestra
vida, ¿cuántas veces tengo que perdonar? La pregunta se dirige a la medida del
perdón. Pedro quiere una norma precisa.
El número siete, que nombra Pedro, es
un número sagrado y ya alude a algo perfecto. Significa que estoy dispuesto a
seguir perdonando más allá de la única vez, es decir, “muchas veces”. Pero generalmente
se piensa que el deber de perdonar cesa si la ofensa continúa.
Sin embargo, la respuesta de Jesús es
asombrosa. Para Jesús no existe tal medida. Pedro debe perdonar hasta siete
veces siete, es decir, siempre. Debe tener una ilimitada disposición para
perdonar. Aunque el hermano no mejore y siempre recaiga en el pecado, hay que
perdonar.
Esta palabra de Jesús es ley
fundamental en la vida del cristiano: saber perdonar sin límite, porque el
Señor nos perdonó sin límite.
Ni el Padrenuestro podemos rezar, si
no nos perdonamos unos a otros las pequeñas o grandes ofensas: “Perdona nuestras ofensas como nosotros
perdonamos a los que nos ofenden”, decimos en la oración.
Necesitamos insistir mucho sobre el
perdón en nuestra catequesis.
San Pablo dice: “Como elegidos de Dios, sus santos y amados...Sopórtense los unos a los
otros, y perdónense mutuamente siempre que alguien tenga motivo de queja contra
otro. El Señor los ha perdonado: hagan ustedes lo mismo. Sobre todo, revístanse
del amor, que es el vínculo de la perfección” (Col. 3,12-14).
2. Jesús
completa su enseñanza con la parábola del servidor despiadado. Esta parábola es
muy conocida. Es un relato que se puede comprender sin dificultad.
Un rey ordena que sea vendido el servidor
que le debía una deuda enorme. Éste le suplica: “Señor, dame un plazo y te lo pagaré todo”. Compadecido, el rey le
perdonó la deuda. Apenas salió, aquel servidor se encontró con un compañero que
le debía unos pocos pesos y que le hizo la misma súplica. Pero no quiso escucharlo
y lo mandó a la cárcel. Los otros servidores le contaron al rey lo sucedido y
éste, indignado, porque no tuvo compasión de su compañero, lo llamó miserable y
lo entregó en manos de los verdugos hasta que pagara todo lo que debía. “Lo mismo hará también mi Padre celestial
con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos”, termina diciendo
Jesús.
Sin esta voluntad de perdón no se
puede ser discípulos de Jesús.
Lo que debe entrar en nuestro corazón
es el espíritu de Jesús: saber perdonar, como perdonó el Señor. Este es el
fundamento: Jesús relaciona el perdón que debemos dar a los demás con el que
hemos recibido de Dios. Perdonamos como hemos sido perdonados.
Dios es el primero en perdonar. Así el
perdón humano surge del perdón divino.
Jesús ha elevado a un nuevo plano la
relación de los hermanos entre sí. Todos ellos viven de la misericordia del
Padre. Ahora deben regalarse entre ellos esta misericordia. Dios es
misericordioso y manifiesta su misericordia perdonando. Pero Jesús ha puesto
como condición para recibir esa misericordia que también nosotros imitemos a
Dios, perdonando al hermano. Esto significa que también nosotros debemos ser
misericordiosos: “Felices los
misericordiosos, porque obtendrán misericordia” (Mt. 5,7).