Bienvenidos

Bienvenidos al sitio de la "Basílica Nuestra Señora de la Merced".
A través de este medio iremos comunicando los diferentes eventos que se realizarán con motivo de la Titularización del Santuario de Nuestra Señora de la Merced, como Basilica Menor; como así también las diferentes ceremonias que le competen por su dignidad basilical.



jueves, 28 de octubre de 2010

Homilias de la Novena en Honor a Nuestra Señora



Miércoles 15 de septiembre de 2010
La parábola del sembrador



1.   Hoy comenzamos la Novena en honor de Nuestra Señora de la Merced, Patrona de nuestra Arquidiócesis de Tucumán.
A lo largo de estos días vamos a meditar algunas parábolas de Jesús.
Jesús, para trasmitir su mensaje, hizo un gran uso de las parábolas.
La parábola se puede definir como la Buena Noticia revelada con imágenes más que con conceptos. Por eso, en las parábolas no hay discursos, sino realidades concretas.
Hoy contemplaremos la parábola del sembrador.
Los tres Evangelios sinópticos traen esta parábola.
En el Evangelio Jesús compara la Palabra de Dios con la semilla. Una semilla, en sí misma, no tiene gran apariencia, pero tiene una fuerza impresionante, está en condición de producir una gran planta.
Esta parábola Jesús la dice a la multitud que lo seguía, y que estaba admirada de lo que decía.
El evangelio de Marcos dice: “Jesús comenzó a enseñar…”.  Jesús enseña. Jesús es maestro de vida. Y agrega Jesús: “¡Escuchen!”. Y termina diciendo: “¡El que tenga oídos para oír, que oiga”. Jesús quiere decir que lo que enseña nos toca de cerca, que pongamos atención. Que no oigamos solamente de manera material. La parábola nos compromete, nos implica, son palabras referidas a cada uno de nosotros.
La comparación de esta parábola es sumamente fácil.
Jesús es el sembrador que ha venido a sembrar la Palabra de Dios, más aún, el es la Palabra de Dios. Pero nosotros debemos acogerla. Este es el punto fundamental.
“Sembrar” significa dar comienzo a una vida nueva, comenzar un proceso vital.
La semilla es arrojada por el sembrador sobre el terreno que presenta cuatro aspectos distintos: el camino, la piedra, las espinas, la tierra fértil.
La primera cae en el camino y vienen los pájaros y se la comen.
La segunda cae en terreno rocoso, donde no había mucha tierra, brotó pero cuando salió el sol la quemó y por falta de raíz se secó.
La tercera cayó sobre espinas, que la sofocaron mientras estaba creciendo.
La última cae en tierra buena y produce frutos abundantes.
En los otros casos, la ausencia del fruto no se debe imputar a la semilla, sino a la falta de las condiciones necesarias para que pueda desarrollarse y crecer.

2.   El evangelista dice que cuando Jesús se quedó solo, los que estaban cerca de él junto con los Doce le preguntan por el sentido de la parábola.
Jesús va a explicar que la venida del Reino de Dios en nuestra vida depende de cómo acogemos el mensaje del Señor y de la transformación que produce en nuestra vida.
Ahora viene la analogía de la parábola: la tierra son los hombres, la conciencia humana, el alma y el corazón del hombre. Cristo respeta la libertad del hombre.
La parábola nos invita a eliminar los obstáculos que impiden que la Palabra de Dios dé frutos en nosotros.
Jesús nos explica que Dios es el sembrador. La Palabra de Jesús es propuesta a todos los hombres, por eso, la semilla es sembrada con generosidad, sin mirar donde cae.
En la acción del sembrador, que esparce la semilla con generosidad por todas partes, Jesús ve la acción del Padre que a todos dirige su amor y su salvación.
La semilla es don de Dios y la respuesta viene de la tierra, del hombre
Jesús dirá que muchas veces es Satanás quien impide que la Palabra de Dios sea acogida en el corazón del hombre. El Evangelio nos muestra que la vida del hombre es una lucha, un combate entre Dios y el maligno. Por eso el cristiano tiene que estar atento, vigilante, despierto.
En el Padrenuestro pedimos: “Y líbranos del mal”, es decir, del maligno.
Jesús mismo ha rezado haciendo suya la petición del Padrenuestro, cuando ruega al Padre en la Última Cena: “No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno” (Jn. 17,15). Es el que siembra la cizaña en el campo (Cf. Mt.13,36-43). Es, también, el que se lleva la Palabra del corazón del hombre (Cf. Mc. 4,15).
San Pedro, en su primera carta, nos exhorta diciendo: “Sean sobrios y estén siempre alertas, porque su enemigo, el demonio, ronda como un león rugiente, buscando a quien devorar” (1 Ped. 5,8).
Otras veces el obstáculo, que impide que la semilla fructifique, es nuestra inconstancia, nuestra superficialidad. No basta entusiasmarse por un rato. Ser constante es dejarse transformar por la Palabra. Por eso Jesús dice que no tienen raíces. Entonces la adhesión al Señor será frágil y pasajera. En cuanto se presenta una dificultad, una tribulación, abandonan la Palabra.
La tercera categoría, los que no dan fruto: son los que por las preocupaciones del mundo, la seducción de las riquezas y las demás concupiscencias, ahogan la Palabra y la hacen infructuosa. Son las personas que quieren recibir la Palabra sin tener que renunciar a nada.
El terreno ideal para que la semilla crezca es la tierra buena, sin obstáculos que impidan el desarrollo de la planta.

3.   La Palabra, para que dé fruto, depende de la calidad de la tierra humana, la cual puede abrirse como surco, o cerrarse endureciéndose como pedregal. Dios no forzará las conciencias.
Este Evangelio nos invita a hacer un examen de conciencia: Si la semilla de trigo produce una planta de trigo, ¿cómo es que la semilla de la Palabra de Dios, plantada en mi corazón, no produce lo que esta palabra dice: el Reino de Dios, el hombre nuevo? ¿Cuáles son los obstáculos que opongo a esa Palabra? ¿Recibo de verdad, la Palabra de Dios?
En cada Misa escuchamos la Palabra de Dios. La Iglesia nos propone lecturas del Antiguo y Nuevo Testamento. Debemos preguntarnos ¿a qué categoría de personas que Jesús presenta en esta parábola nos parecemos?
¿Durante la Misa estamos distraídos, de tal modo que la Palabra cae en un terreno que no la acoge? ¿O somos como aquellas personas que aprecian la Palabra, quedan contentos de escucharla, pero después no producen frutos porque la reciben superficialmente? Si la Palabra no penetra en nuestra mente y en nuestro corazón, cuando sobrevienen las dificultades reaccionamos no según la Palabra, sino de acuerdo a nuestro instinto natural.
Si queremos que nuestra vida cristiana vaya creciendo, debemos prestarle más atención a la Palabra de Dios.
Imitemos a la Santísima Virgen. Ella es la discípula fiel que escucha la Palabra, la conserva en su corazón, la medita y la pone en práctica.
Jesús dice: “Felices los que escuchan la Palabra de Dios y la practican”.





DÍA SEGUNDO
Jueves 16 de septiembre de 2010
La parábola de las dos casas


1.   En este segundo día de la Novena en honor de Nuestra Señora de la Merced, seguimos meditando las Parábolas de Jesús.
Jesús habla en parábolas porque Dios está por encima de nuestros pensamientos y de nuestras palabras. Para hablar de las cosas de Dios, debemos usar la experiencia que tengamos a nuestro alcance. Jesús utiliza la experiencia humana, común, simple, sencilla, popular, para trasmitir una enseñanza, para revelar el misterio de Dios, el Reino de Dios.
Así, para que comprendamos, por ejemplo, el amor de Dios y su perdón, Jesús toma una experiencia que todos podemos entender: “Un padre tenía dos hijos…”.
Hoy meditaremos la parábola de las dos casas.
Ella constituye la conclusión del Discurso de la Montaña.
Jesús comienza contraponiendo entre el “decir” y el “hacer”.
Esta parábola es simple. Se trata de cuales son los cimientos sobre los que construimos una casa: si sobre arena, o sobre piedra, sobre roca,
La roca que da estabilidad es el Señor, la Palabra de Dios, la fe.
La parábola contrapone dos figuras de hombres. El hombre sabio, prudente y el hombre insensato.
La diferencia no está en el escuchar la Palabra de Dios sino en el practicarla.
Sensato es el hombre que escucha y pone en práctica la Palabra de Dios.
Insensato es el hombre que escucha la Palabra de Dios y no la practica.
La diferencia está en practicar, en vivir la Palabra de Dios.

2.   Así, el auténtico discípulo de Cristo, el cristiano verdadero, es el que cumple la voluntad de Dios, el que práctica, el que pone en práctica, la Palabra de Dios: “Felices los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Lc. 11, 28).
El acento está en el “cumplir”, en el “practicar”, en el “hacer”.
Por eso Jesús da como consigna a los Apóstoles el que enseñen a la gente a cumplir lo que Él nos enseñó: “Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado (Mt. 28, 20)
Esta insistencia de Jesús en el “cumplir”, en el “hacer” está ya preparada en otros textos precedentes.
En el capítulo 25 de Mateo se nos dice que el juicio final consistirá en un examen de las acciones concretas: “tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso y me vinieron a ver”. Los justos preguntarán al Señor: “¿cuando sucedió esto? Y el Rey responderá: «Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo»”.

El retrato del verdadero discípulo está presentado en el texto que escuchamos al comienzo. Allí Jesús nos dice “No son los que me dicen: «Señor, Señor», los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo”.
Entonces, tendríamos que preguntarnos: ¿Qué debemos hacer?
Es la misma pregunta que la gente le hace a Juan Bautista al escuchar su predicación. Dice el Evangelio de Lucas 3,10-14: “La gente le preguntaba: «¿Qué debemos hacer entonces? » El les respondía: «El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; y el que tenga que comer, haga otro tanto». Algunos publicanos vinieron también a hacerse bautizar y le preguntaron: «Maestro, ¿Qué debemos hacer?» El les respondió: «No exijan más de lo estipulado». A su vez, unos soldados le preguntaron: «Y nosotros, ¿qué debemos hacer?». Juan les respondió: «No extorsionen a nadie, no hagan falsas denuncias y conténtense con su sueldo»”.
¿Qué debemos hacer?
Es la misma pregunta que la gente le hace a los Apóstoles, después del primer discurso de Pedro: “Al oír estas cosas, todos se conmovieron profundamente, y dijeron a Pedro y a los otros Apóstoles: »Hermanos, ¿qué debemos hacer? »” (Hech. 2, 37).
También el joven rico le pregunta a Jesús: “Maestro, ¿qué obras buenas debo hacer para conseguir la Vida eterna? Jesús le dijo: Si quieres entrar en la Vida eterna, cumple los Mandamientos” (Mt. 19, 16-17).
Esta es la pregunta que cada uno de nosotros debe hacerle: “Maestro, ¿qué obras buenas debo hacer para conseguir la Vida eterna?

3.   Todos sabemos que una de las debilidades de nuestro catolicismo consiste en que muchos creyentes, en su vida personal, o en su vida familiar, o en su vida social, o en su vida profesional, etc. no viven conforme al Evangelio, no cumplen los Mandamientos. Hay una división entre lo que profesan y su vida en concreto. En estos casos el acento no está en el “cumplir”, en el “hacer”, en el “practicar”, como pide el Señor.
Notemos que la conversión no consiste sólo en un modo distinto de pensar a nivel intelectual, sino en el modo de actuar a la luz de los criterios evangélicos. Ser cristiano verdadero no consiste, solamente, en pensar según los criterios del Evangelio, sino también en vivir conforme a esos criterios.  Se corre el peligro de hacer del cristianismo una doctrina, una cosmovisión de la vida, una filosofía en donde se sostienen valores evangélicos con respecto a la persona, a la familia, pero que después no se viven cada día. Aquí también se da una ruptura entre fe y vida.
El verdadero discípulo de Jesús es el que lleva a la práctica un nuevo estilo de vida. Ese estilo o forma de vivir es la “vida en Cristo”, la “vida en el Espíritu”, que se acepta por la fe, se expresa en el amor y en la esperanza.
La meta a la que conduce la conversión no afecta sólo una parte de la vida (la que erróneamente llamamos la vida religiosa) sino que toca toda la vida del creyente.
La Santísima Virgen María es la discípula perfecta del Señor porque acogió la Palabra de Dios, la conservó en su corazón y la vivió, la llevó a la práctica.


DÍA TERCERO
Viernes 17 de septiembre de 2010
las parábolas dEl tesoro y de la perla


1.   Hoy celebramos el tercer día de la Novena en preparación a la fiesta de Nuestra Señora de la Merced.
En estos días estamos meditando las parábolas de Jesús.
La parábola es un hablar figurado que pertenece a todos, especialmente a la narrativa popular y su finalidad es didáctica. Además de enseñar, el lenguaje figurado retiene la atención del que escucha.
Las parábolas cuentan casos de la vida y costumbres que la gente de Palestina podía comprender. En las parábolas, Jesús usa imágenes de la vida agrícola, o del trabajo, o del mar, o de la casa, etc.
En el Evangelio que acabamos de escuchar, Jesús narra dos parábolas gemelas: el tesoro escondido y la perla de gran valor. Estas parábolas en el fondo significan lo mismo. Se trata del “precio” que hay que pagar para poder entrar en el Reino.
Los dos personajes de estas parábolas venden todo lo que tienen para comprar algo de gran valor que han encontrado.
En la primera parábola se trata de un hombre que trabaja en el campo. En la segunda se trata de un negociante.
El hombre de campo vende lo que tiene ¡seguramente no mucho! porque no era rico. El negociante tenía mucho, y vendió. Pero en ambos casos, lo que interesa es que los dos vendieron todo. Y lo hacen con alegría. Comprenden que no es nada frente al tesoro del Reino.
En realidad, el tesoro y la perla representan al Evangelio. Un cristiano que frente al Evangelio hace lo del hombre de campo y del negociante, se entrega todo y con alegría porque comprende que el Evangelio es la gran fortuna. Éste es el verdadero discípulo de Jesús.
Solamente somos cristianos de verdad el día que nos percatamos de que el Reino lo es “todo” en nuestra vida, más indispensable que el pan de cada día.

2.   Así hicieron los primeros discípulos de Jesús, sintieron el llamado de Jesús y dejándolo todo lo siguieron. El Evangelio, aludiendo a Simón y a su hermano Andrés, dice que “inmediatamente ellos dejaron las redes y lo siguieron” (Mt. 4, 20). Lo mismo ocurre cuando Jesús llama a Santiago y a su hermano Juan: “Inmediatamente, ellos dejaron la barca y a su padre, y lo siguieron” (Mt. 4,22).
En cambio no respondió así el joven rico -que al escuchar al Señor que le dice: “Ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres: así tendrás un tesoro en el cielo. Después ven y sígame”- se fue triste “porque poseía muchos bienes” (Mt. 19,16-22).
La tristeza del joven se contrapone a la alegría del hombre que encontró un tesoro.
Las dos parábolas enseñan que la conversión nace de haber encontrado un tesoro que llena el corazón: la alegre noticia del Reino. Por eso el verdadero convertido no dice: “He vendido el campo”, sino “Encontré un tesoro”. El verdadero discípulo no habla de lo que dejó, sino de lo que encontró y le cambió la vida.
La imagen del tesoro aparece otras veces en el Evangelio: “No acumulen tesoros en la tierra... Acumulen, en cambio, tesoros en el cielo…Allí donde está tu tesoro, estará también tu corazón” (Mt. 6,19-21).
El tesoro es lo que mueve el corazón.
Para nosotros el tesoro es Cristo.
Las parábolas nos hacen descubrir los verdaderos valores. Entonces toda la vida cambia.
Quien encuentra el tesoro escondido o la perla preciosa afronta todos los sacrificios para adquirirlos.
Los cristianos deben descubrir su vocación profunda, cuál es el plan de Dios para sus vidas.
Cuando un hombre entiende para qué fue creado por Dios, cuál es la meta que Dios le tiene reservada, entonces comprende, con gran alegría, haber encontrado lo más importante en su vida.
El proyecto de Dios sobre el hombre es un proyecto de amor, de comunión, de vida plena. Dios quiere nuestra felicidad, por eso Jesús afirma en el Evangelio. “Les he dicho esto para que mi gozo sea en ustedes, y ese gozo sea perfecto” (Jn. 15,11).
El proyecto de Dios sobre nosotros es maravilloso, pero nos toca a cada uno descubrirlo.
En la primera lectura San Pablo nos muestra el proyecto de Dios sobre el hombre.
Pedro dijo: “Señor, nosotros lo hemos dejado todo para seguirte”.
¿Dónde está nuestro tesoro? ¿Dónde está nuestro corazón? ¿En qué medida Cristo es para nosotros lo primero que ha de preferirse a todo lo demás? ¿En qué medida nuestra vida está orientada por Cristo y su Evangelio, por el mandamiento del amor a Dios y del amor al prójimo?
San Pablo dice: “Pero todo lo que hasta ahora consideraba una ganancia, lo tengo por pérdida, a causa de Cristo. Más aún, todo me parece una desventaja comparado con el inapreciable conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por Él, he sacrificado todas las cosas, a las que considero como desperdicio, con tal de ganar a Cristo” (Fil. 3,7-8).
La Virgen María es la mujer que encontró un tesoro y consagró a Él toda su vida.


DÍA CUARTO
Sábado 18 de septiembre de 2010
La Parábola de las diez jóvenes del cortejo nupcial

1.   Hoy celebramos el cuarto día de la Novena a Nuestra Señor de la Merced.
Seguimos meditando las Parábolas de Jesús.
La parábola, narrando algo, quiere decir otra cosa más elevada, hace un salto. La parábola, partiendo de la vida cotidiana, expresa otra cosa superior y más profunda. Y por eso interroga.
Para que la parábola dé frutos al que la escucha no es suficiente que la comprenda, sino es necesario que la acepte.
El Evangelio que acabamos de escuchar nos trae la parábola de las diez jóvenes del cortejo.
Después de haber insistido en la incertidumbre sobre el día y la hora en que vendrá el Señor, Jesús pronuncia esta parábola que tiene como tema la vigilancia.
También Jesús pronuncia otras parábolas sobre este tema. Recordemos la parábola del portero (Mc. 13,33-35).
El Evangelio nos indica las condiciones para entrar con Jesús en la gloria celestial. El Señor compara el Reino de los cielos a un grupo de jóvenes que se preparan para la celebración de las bodas. Cinco de ellas son sabias y cinco necias, es decir, imprudentes para prevenir el futuro.
En tiempos de Jesús era costumbre que las bodas se celebrasen de noche. El novio tomaba la novia de la casa de sus padres y la llevaba a su casa. Jóvenes amigas aguardaban en casa de la novia la llegada del esposo y acompañaban a la novia. Por eso el cortejo debe andar con las lámparas encendidas. Las jóvenes necias toman las lámparas, pero no llevan el aceite; las sabias, en cambio, junto con las lámparas llevan el aceite. El esposo tarda en llegar y todas se duermen.
A medianoche se escucha un grito: “Ya viene el esposo, salgan a su encuentro”.
Las necias se dan cuenta que no tienen aceite para encender sus lámparas y se lo piden a las sabias, pero éstas les hacen ver que no alcanza para todas. Entonces, mientras las jóvenes necias van a comprar el aceite, llega el esposo y las jóvenes sabias entran con él a la sala nupcial y se cierra la puerta. Después llegaron las otras jóvenes y ya no pudieron entrar.

2.   ¿Qué enseñanza nos quiere dar Jesús con esta parábola?
Jesús nos quiere decir que debemos prepararnos al encuentro definitivo con él, al encuentro final.
Muchas veces Jesús en el Evangelio nos invita a estar atentos. Al final de este relato nos dice: “Estén prevenidos, porque no saben el día ni la hora”.
Esta parábola no sólo nos dice que debemos estar despiertos, sino también preparados. Estar en vela no significa solamente resistir el sueño, sino estar preparados.

Tener el aceite para las lámparas significa tener las buenas acciones en correspondencia con la gracia. Ser sabio, ser prudente, significa no esperar a último momento para corresponder a la gracia de Dios.
Entonces, si queremos estar preparados para el momento del encuentro con el Señor, debemos desde ahora colaborar con su gracia y obrar bien.
No es suficiente tener la lámpara, que podemos compararla con la fe, que ilumina nuestra vida. Pero la fe sola no basta. La fe que vale, como dice San Pablo, es “la fe que obra por medio del amor” (Gál. 5,6). De esta manera el Apóstol nos hace entender cuál es la condición para estar preparados al encuentro con el Señor: llevar una vida cristiana en la fe y en la caridad, es decir, una vida de amor, llena de buenas obras.
La fe que obra por medio de la caridad: esto es lo que vale y nos une al Señor.
La contraposición entre sabio y necio  nos recuerda la parábola de las dos casas (Mt. 7,21-27), que meditamos el otro día: uno que edifica la casa sobre roca ( el que es sabio) y otro edifica sobre arena ( el necio). La enseñanza es la misma: es sabiduría fundamentar la propia vida en el escuchar la Palabra y practicarla; es necedad escuchar y no practicar.
Jesús dice: “Felices los que escuchan la Palabra de Dios y la practican”.
Aprendamos de la Virgen que escuchó y practicó la Palabra de Dios.




DÍA quinto
Domingo 19 de septiembre de 2010
La Parábola del Buen Samaritano




1.   Hoy celebramos el quinto día de la Novena a Nuestra Señora de la Merced.
Seguimos meditando sobre las parábolas de Jesús.
Parábola significa comparación. Es la narración o descripción de un hecho que ilustra algún aspecto de la doctrina que Jesús quiere enseñar. Pero la enseñanza dada por Jesús a través de comparaciones, exige un compromiso por parte del discípulo que la oye. El discípulo debe preguntarse cómo esa enseñaza lo afecta a él mismo.
En el Evangelio de hoy se nos narra la parábola del Buen Samaritano.
Un jurista, maestro de la Ley, le formula a Jesús una pregunta fundamental: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?”.
Jesús devuelve la pregunta al jurista que plantea la cuestión: “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?”. El maestro de la Ley  responde acertadamente enunciando el mandamiento del amor a Dios y al prójimo: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo”.
Entonces el evangelista dice que, para justificar su intervención, el doctor de la ley preguntó: “¿Y quien es mi prójimo?”.
El maestro de la Ley se preocupa por el sentido de la palabra “prójimo”. El determinar bien el sentido de esta expresión es algo fundamental para un correcto cumplimiento de los mandamientos del amor. La palabra “prójimo” significa “el que está cerca, próximo, al lado”. Pero la cuestión es: hasta dónde llega la proximidad, a qué distancia debe estar ubicado alguien para seguir considerándose prójimo. ¿Alguien es prójimo porque está cerca en el orden familiar? ¿o lo es por nacionalidad? ¿o por la amistad? ¿o porque tiene la misma religión?
Jesús no responde dando una definición sobre el prójimo, sino relatando una parábola, la historia de un hombre que cayó en manos de bandidos, apaleado, yaciendo medio muerto al borde del camino.
Con esta parábola Jesús traslada la pregunta a otro horizonte de sentido. Mucho más que decir quién es el prójimo, interesa saber quién se comporta como prójimo.
Hay un contraste entre la conducta del sacerdote, del levita y la del samaritano.
Un sacerdote y un levita que pasan por ese camino no prestan ayuda  y optan por alejarse rápidamente del lugar.
Pasa entonces por el mismo camino un samaritano. Este es el miembro de un pueblo enemigo. Los samaritanos eran despreciados por los judíos.
Sin embargo, este enemigo se conmueve al ver abandonado en el camino al hombre asaltado y herido.
El Evangelio nos dice que el Samaritano “se conmovió”, “tuvo compasión”. Es una experiencia intensa que le abre los ojos para ver la realidad, la necesidad del otro. Y su sentimiento no quedó en buenos propósitos, sino que se tradujo en una ayuda efectiva. En este punto la parábola relata con meticulosidad todos los pasos dados por el samaritano para ayudar al hombre herido.


2.   “Se conmovió”: designa la intensa emoción y piedad que tuvo el samaritano que pasaba por ese lugar. La misma palabra se usa en el Evangelio de Lucas para expresar la compasión de Jesús delante del funeral de la viuda de Nain. En otros lugares de la Biblia esta palabra alude a la inmensa ternura que Dios tiene por el hombre. Con esta palabra se describe lo que acontece en el corazón del samaritano y lo mueve en el mismo movimiento de misericordia con que Dios ama a los hombres.
La parábola dice que un hombre fue asaltado. Un hombre cuyo nombre, cuya nacionalidad, cuya religión, cuya conducta, ignoramos: sólo un hombre. Basta saber que es un ser humano.
Jesús en la parábola del Buen Samaritano nos enseña que debemos estar delante de todo hombre con el mismo amor de Dios: acoger a todo hombre, simplemente porque es hombre, más allá de su nacionalidad, raza, cultura, religión. Que debemos descubrir sus necesidades. El reconocimiento de todo hombre como hijo de Dios, nos permite acogerlo como hermano.
El Buen Samaritano es Cristo, que nos muestra el amor de Dios hacia el hombre. Viendo la penuria del hombre caído, el Hijo de Dios se “acercó” a él por la Encarnación, le restañó las heridas con los sacramentos del aceite y del vino y lo confíó a la hospedería de la Iglesia.
La parábola del Buen Samaritano es una revelación sobre Jesús y sobre su misión. Jesús se presenta como el Buen Samaritano que, con la compasión de Dios, se hace próximo a todo hombre.
Pero el camino de Jesús es el camino de los discípulos, el camino de la Iglesia.
Así esta parábola es un mensaje y una invitación: “Ve y procede tú de la misma manera” (Lc. 10, 37).
Es el camino que debe recorrer todo cristiano y no simplemente una palabra dicha al doctor de la Ley. Ya no es cuestión de amar al prójimo de cualquier modo, sino que es menester amarlo como Dios lo ama, como somos amados por Cristo. Para ser capaces de amar a los demás hombres, es necesario que, primero, comprendamos que cada uno de nosotros somos ese hombre herido, tirado al costado del camino, al que se acercó Cristo para salvarnos.
Terminado el relato, Jesús pregunta al maestro de la Ley no quién es el prójimo, sino cuál de los tres viajeros se hizo prójimo del caído, acercándose a él.
El jurista había preguntado ¿quién es mi prójimo? Y Jesús pregunta: ¿Quién se hizo cercano (próximo)?  Para estar cerca de otro no tengo que medir la distancia, sino que soy yo quien tengo que acercarme, haciéndome a mí mismo prójimo del otro.

3    El cristiano tiene que acercarse a quien lo necesita. No le está permitido dar rodeos, pasar de largo por el camino de los caídos. Tiene que conmoverse ante cualquier herido y marginado. Debe acercarse a los medio muertos y ayudarlos a recuperar la vida.
Para entender el alma de la caridad volvamos al momento central de la parábola: “Pero un samaritano que pasaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió.
Este punto central es retomado en la conclusión: “¿Cuál de los tres te parece que se comportó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?...El que tuvo  compasión de él”.
El corazón de la parábola es la compasión, la misericordia. Es una compasión llena de ternura. Es una caridad misericordiosa, que nos hace acercarnos a los hermanos necesitados.

Hemos de pedir un corazón de buen samaritano.
La parábola del Buen Samaritano nos muestra el compromiso de hacernos próximos de todos los hombres.
¿Qué caminos debe recorrer la comunidad para repetir el gesto del Buen Samaritano?
La Iglesia, cada comunidad cristiana, debe hacerse el Buen Samaritano del hombre de hoy. Con profunda humildad debe ofrecer lo que ella tiene. Y debe hacerlo, no desde arriba y desde afuera, sino desde adentro, acercándose al hombre de hoy.
“Ámense cordialmente con amor fraterno, estimando a los otros como más dignos...Consideren como propias las necesidades de los hermanos y practiquen generosamente la hospitalidad” (Rom. 12, 10-13).

Demos gracias al Señor porque nuestra Iglesia está sobre el camino de Jericó socorriendo a los necesitados.
No dejo de asombrarme por las innumerables y conmovedoras expresiones de caridad tanto de las personas como de las comunidades.
El alma de nuestro pueblo cristiano, tradicionalmente bueno y solidario, suscita gestos e iniciativas de ayuda.
A la puerta de nuestras parroquias llaman diariamente muchas personas en busca de una ayuda inmediata: ropa, alimento, una medicina, trabajo.
Caritas realiza entre nosotros un enorme servicio hacia los hermanos necesitados.
Muchas personas visitan a los enfermos y ancianos en sus casas, en los hospitales, en las clínicas.
En el itinerario educativo de los jóvenes, se prevén visitas a los hogares de ancianos, a las personas solas y enfermas.
Los voluntarios de la pastoral carcelaria visitan y acompañan a los privados de libertad.
Otros se ocupan de los chicos de la calle.
En momentos de calamidades, vemos como los fieles acuden con su generosa ayuda.
Estimulados por tantos ejemplos de caridad, tenemos que impulsar cada vez más a nuestras comunidades a recorrer el camino de Jericó.
La caridad es el camino de nuestra Iglesia.




DÍA sexto
Lunes 20 de septiembre de 2010
La parábola de la viuda insistente



1.   Hoy celebramos el sexto día de la Novena a nuestra Patrona, Nuestra Señora de la Merced.
En esta Novena venimos meditando las parábolas de Jesús.
Las parábolas explican las cosas espirituales, mediante las cosas visibles, materiales, corpóreas. Así, en la parábola Jesús intenta que, a través de cosas humanas, podamos conocer algo del misterio de Dios.
Así dice “el Reino de Dios es semejante a…”; o “el Reino de Dios se parece a…”.
En el Evangelio acabamos de escuchar la parábola de la viuda insistente.
El tema de la parábola es la oración. El texto comienza diciendo: “Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse”.
Este tema de la oración es frecuente en los Evangelios.
Jesús es Maestro de oración con su ejemplo y con su enseñanza.
Jesús concedía largo tiempo a la oración, a pesar de que el trabajo apostólico lo apremiaba.  Jesús trabaja mucho. Es tanto el trabajo, es tanta la gente que acudía a Él: “que ni siquiera podía comer” (Mc. 3,20). Pero Jesús reza mucho, le dedica mucho tiempo a la oración.
Así vemos a Jesús que pasaba la noche en oración: “En esos días, Jesús se retiró a una montaña para orar, y pasó toda la noche en oración con Dios” (Lc. 6, 12). Y también que se retira a lugares desiertos para orar: “Pero el se retiraba a lugares desiertos para orar” (Lc. 5,16).
Jesús no sólo nos enseñó a orar orando, es decir con su ejemplo, con su testimonio, sino que también en casi todas las páginas del Evangelio encontramos auténticas lecciones sobre la oración.
Jesús nos ha enseñado a no ser locuaces en la oración
“Cuando oren, no hablen mucho, como hacen los paganos: ellos creen que por mucho hablar serán escuchados. No hagan como ellos, porque el Padre que está en el cielo sabe bien qué es lo que les hace falta, antes que se lo pidan” (Mt. 6,7-8).
Jesús nos enseñó a no rezar para ser vistos
“Cuando ustedes oren, no hagan como los hipócritas: a ellos les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos. Les aseguro que ellos ya tienen su recompensa. Tu, en cambio, cuando ores, retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre que ve lo secreto, te recompensará” (Mt. 6,5-6).
Jesús ha enseñado a perdonar antes de rezar
Jesús nos pide que purifiquemos nuestro corazón antes de presentarnos al Padre.
“Y cuando ustedes se pongan de pie a orar, si tienen algo contra alguien, perdónenlo, y el Padre que está en el cielo les perdonará también sus faltas” (Mc. 11,25).
Notemos que la liturgia coloca al rito penitencial antes de celebrar la Eucaristía y antes del encuentro con Cristo en la comunión, exige el rito de la paz entre los hermanos.

2.   En esta parábola de la viuda insistente Jesús nos enseña a ser constantes en la oración, a rezar siempre sin cansarnos: “Después Jesús les enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse” (Lc. 18,1).
Para animar a sus discípulos a rezar siempre, insistentemente, el Señor propone esta parábola muy sencilla. Se trata de una pobre viuda que recurre frecuentemente a un juez malvado para que le haga justicia ante un adversario.
La figura de la viuda nos sugiere una mujer anciana, y desprovista de toda ayuda.
Sin embargo, la viuda consiguió lo que buscaba, gracias a su insistencia. Su perseverancia y constancia pudo más que la maldad del juez. Éste resolvió atenderla para que no viniera otra vez a molestarlo.
La conclusión de la parábola es muy fácil: si el juez, que era malo, atendió a la pobre viuda, ¿no hará mucho más el Padre celestial, que es bueno?
La parábola nos enseña la necesidad de orar siempre, sin desalentarse jamás, aún cuando parezca que el Señor desoye la súplica, porque al final atenderá nuestra oración.
La constancia es expresión de fe: creemos que Dios nos escucha.
La constancia es expresión de esperanza.
En ciertas circunstancias Dios demora su respuesta. Esto nos hace crecer en humildad, a madurar los problemas, a ponernos en las manos de Dios.
Dios no necesita de nuestra insistencia, la necesitamos nosotros para disponer nuestro corazón a aceptar la voluntad de Dios.
San Pablo nos dice: “Alégrense en la esperanza, sean pacientes en la tribulación y perseverantes en la oración” (Rom.12,12). Y también: “Perseveren en la oración” (Col. 4,2); “Oren sin cesar” (1 Tes. 5,17).

3.   La primera lectura del libro del Éxodo, de una manera concreta, manifiesta la eficacia de la oración.
Amalec vino a combatir contra Israel e Israel debía defenderse. Pero la victoria depende totalmente de la oración de Moisés. Dice el texto: “Mientras Moisés tenía los brazos levantados, vencía Israel; pero cuando los dejaba caer, prevalecía Amalec”. Así se manifiesta la eficacia de la oración, la necesidad de una oración insistente, perseverante.
Los israelitas encontraron la forma de orar perseverante de parte de Moisés y le piden a Aarón y a Jur que le sostengan los brazos para orar. “Así sus brazos se mantuvieron firmes hasta la puesta del sol. De esa manera Josué derrotó a Amalec y a sus tropas al filo de la espada”.
El texto evangélico termina refiriéndose a la fe: “Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará la fe sobre la tierra?”.
Es una pregunta que debe suscitar en nosotros un aumento de fe. Es claro que la oración debe ser expresión de fe; de lo contrario no es verdadera oración. Si uno no cree en Dios, no puede orar. Si uno no cree en la bondad de Dios, no puede rezar. La fe es esencial para la oración.
Así se completa lo que enseña Jesús: orar con insistencia y orar con fe.




DÍA séptimo
Lunes 20 de septiembre de 2010
La parábola del hijo pródigo

1.   Hoy celebramos el séptimo día de la Novena a Nuestra Señora de la Merced.
En esta celebración seguimos meditando las parábolas de Jesús.
La parábola está fundamentada en la experiencia humana, por eso logra ser entendida más fácilmente y, a la vez, habla a todos los hombres.
En este caso, Jesús llama a sus oyentes a la experiencia del amor paterno, capaz de recibir con alegría al hijo que retorna a casa.
La parábola del hijo pródigo, o mejor del Padre misericordioso, que acabamos de escuchar, es uno de los textos más conmovedores de la Biblia. Nos presenta a un padre que respeta la libertad de sus hijos, aunque ello signifique la separación, que el padre no desea.
El hijo menor ya no quiere ser hijo en la casa del padre. Este es el rasgo fuerte del pecado. El hijo menor quiere separarse de la presencia del padre, es decir, quiere proyectar su vida fuera del designio divino. Excluye a Dios de su vida. Pretendió romper toda dependencia del padre, y depender solamente de sí mismo.
El hijo menor dice al Padre: “Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde”. El Padre no tiene dificultad, divide la herencia entre los hijos y deja, con el corazón dolorido, partir al hijo menor, porque respeta su libertad.
El hijo despilfarra todos sus bienes en una vida licenciosa. Así pierde su dignidad de hijo.
El que quería vivir libre del padre, se convierte en esclavo. El pecado es servidumbre y esclavitud.
Después de un tiempo se encuentra en una situación realmente dolorosa y termina cuidando cerdos. Además siente hambre y no puede comer ni siquiera las bellotas que comían los cerdos.
Entonces toma conciencia de la pérdida completa de su dignidad y decide regresar a su casa y decirle a su padre: “Padre, pequé contra el cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros”.

2.   El padre misericordioso ocupa el centro de la parábola.
¿Cómo reacciona el padre? “Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó”.
No se puede dar una acogida más afectuosa, llena de amor por el hijo que regresa.
El hijo, entonces, comienza a decir la frase que tenía preparada: “Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo”.
El padre, sin tener en cuenta estas palabras, dice a los servidores: “Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies”. Estos son los signos de la dignidad filial.
De esta manera Jesús nos revela el corazón de Dios nuestro Padre.


El padre dice después: “Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado. Y comenzó la fiesta”.
El padre hace fiesta. Se alegra por la conversión del hijo. Una conversión que es un regreso a la vida.
Esta parábola suscita en nosotros una gran confianza en la misericordia del Padre. Tenemos que tener siempre presente la bondad del Padre.
Esta parábola nos hace sentir la inmensa misericordia del corazón de nuestro Dios, siempre “lento a la ira y lleno de amor”.
El padre de la parábola revela al Dios de la misericordia. Al Dios que vino al mundo a buscar al pecador que se había alejado de la casa del Padre.
Ese amor de misericordia tiene un nombre: se llama Jesucristo.
Y se expresa en la cruz.
Como pide la primera lectura que escuchamos, la Segunda Carta de San Pablo a los Corintios: “Dejémonos reconciliar con Dios”.




DÍA octavo
Miércoles 22 de septiembre de 2010
La parábola del fariseo y del publicano


1.   Hoy celebramos el octavo día de la Novena en honor de Nuestra Señora de la Merced.
Seguimos meditando las parábolas de Jesús.
Las parábolas son enseñanzas realizadas no con conceptos, sino con imágenes concretas. La parábola es una narración que está en la línea de la imagen concreta.
En el Evangelio escuchamos la parábola del fariseo y el publicano.
Jesús en el Evangelio nos da muchas enseñanzas sobre la oración.
Así nos enseñó a perdonar antes de rezar: “Y cuando ustedes se pongan de pie a orar, si tienen algo contra alguien, perdónenlo, y el Padre que está en el cielo les perdonará también sus faltas” (Mc. 11,25).
Nos enseñó a ser constantes en la oración: “Después Jesús les enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse” (Lc. 18,1).
Nos enseñó a no ser locuaces en la oración: “Cuando oren, no hablen mucho, como hacen los paganos: ellos creen que por mucho hablar serán escuchados. No hagan como ellos, porque el Padre que está en el cielo sabe bien qué es lo que les hace falta, antes que se lo pidan” (Mt. 6,7-8).
Nos enseñó a rezar para defendernos del mal: “Oren para no caer en la tentación” (Lc. 22,40).
Como en otras muchas veces, en el Evangelio que acabamos de escuchar, Jesús nos enseña por medio de una parábola, es decir, de comparaciones.
En esta parábola, Jesús nos da otra enseñanza sobre la oración. Es sobre la disposición interior que debemos tener para rezar bien y ser escuchados.
En la parábola se nos presentan dos personas que rezan: el fariseo y el publicano. Las actitudes de ambos son contrarias.
Los fariseos eran muy religiosos, estudiosos de la Biblia y se preocupaban de cumplir todas las leyes de Dios.
Los publicanos o cobradores de impuestos eran mal vistos porque muchas veces se enriquecían exigiendo más de lo que correspondía pagar. Se consideraba a los cobradores de impuestos como hombres pecadores, carentes de conciencia, sin principios morales.
Estas dos personas tan distintas entran un día, a la misma hora, a rezar en el Templo.
El fariseo está de pie, en cambio el publicano no se anima a levantar los ojos al cielo, sino que se golpea el pecho.
El fariseo da gracias a Dios por no ser  como los demás hombres, que son ladrones, injustos, adúlteros, ni ser como el publicano.
Después presenta sus méritos: ayuna dos veces por semana, y paga la décima parte de lo que tiene.


El publicano, en cambio, no hace una larga oración, sino una oración humilde: “¡Dios, sé misericordioso conmigo, que soy un pecador!”.
Jesús termina su parábola explicando que de estos dos hombres, uno sólo es escuchado. Y ese hombre era el más pecador: Yo les digo que este último bajó santificado a su casa, pero no el otro”.

2.   Se trata de dos actitudes religiosas bien diferentes.
El fariseo tiene la presunción de ser justo frente a Dios y de sentirse superior a los otros: “No soy como los otros”.
Por eso espera que Dios lo felicite. El fariseo era soberbio, se creía mejor que los demás. Lo malo está en la autosuficiencia. El fariseo, más que agradecer a Dios, se agradece a sí mismo. ¡Que lejos está de San Pablo!, que confiesa: “Por la gracia de Dios soy lo que soy” (1 Cor. 15,10).
El publicano, en cambio, no tenía nada. Solamente le pide a Dios que tenga misericordia.
Si queremos ser escuchados por Dios, debemos ser misericordiosos, bondadosos y comprensivos con los otros y no separarnos de los hermanos, aunque sean pecadores.
Jesús ha venido para cargar sobre sus espaldas los pecados de todos. También nosotros cuando rezamos, debemos hacerlo por los pecadores.
Al final de la parábola Jesús dice: “El que se eleva será humillado, y el que se humilla a sí mismo, será elevado”.
La soberbia es lo mas perjudicial para la vida espiritual. El soberbio se encierra en sí mismo y se cierra a Dios. Por el contrario, el humilde reconoce su propia debilidad y su propia culpa y se abre a la gracia misericordiosa de Dios.

3.   La primera lectura completa al Evangelio. Afirma que la oración del humilde penetra las nubes, es decir, alcanza a Dios.
El texto dice: “El Señor no se muestra parcial contra el pobre y escucha la súplica del oprimido; no desoye la plegaria del huérfano, ni a la viuda, cuando expone su queja”.
Lucas es el evangelista que más habla sobre la oración y la misericordia. Y esta parábola une los dos temas: empieza con la oración y termina con la misericordia. Al dirigirnos a Dios como pobres pecadores arrepentidos, el Señor nos escucha y nos perdona misericordiosamente.




DÍA noveno
Jueves 23 de septiembre de 2010
La parábola del servidor despiadado


1.   Hoy, vísperas de la fiesta de Nuestra Señora de la Merced, queremos reflexionar sobre el perdón.
La primera lectura del libro del Eclesiástico enseña que nuestra conducta de perdón  hacia los que nos hayan ofendido, tendrá una respuesta igual de parte de Dios. Esta lectura prepara para la parábola del evangelio de hoy. En particular el versículo que afirma: “Perdona el agravio a tu prójimo y entonces, cuando ores, serán absueltos tus pecados”.
Jesús nos dice: “Si ustedes perdonan al prójimo sus faltas, el Padre que está en el cielo también los perdonará a ustedes” (Mt. 6,14).
Acabamos de escuchar la parábola del servidor despiadado.
El contexto de la parábola es una pregunta de Pedro que todos hacemos muchas veces a Jesús a lo largo de nuestra vida, ¿cuántas veces tengo que perdonar? La pregunta se dirige a la medida del perdón. Pedro quiere una norma precisa.
El número siete, que nombra Pedro, es un número sagrado y ya alude a algo perfecto. Significa que estoy dispuesto a seguir perdonando más allá de la única vez, es decir, “muchas veces”. Pero generalmente se piensa que el deber de perdonar cesa si la ofensa continúa.
Sin embargo, la respuesta de Jesús es asombrosa. Para Jesús no existe tal medida. Pedro debe perdonar hasta siete veces siete, es decir, siempre. Debe tener una ilimitada disposición para perdonar. Aunque el hermano no mejore y siempre recaiga en el pecado, hay que perdonar.
Esta palabra de Jesús es ley fundamental en la vida del cristiano: saber perdonar sin límite, porque el Señor nos perdonó sin límite.
Ni el Padrenuestro podemos rezar, si no nos perdonamos unos a otros las pequeñas o grandes ofensas: “Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, decimos en la oración.
Necesitamos insistir mucho sobre el perdón en nuestra catequesis.
San Pablo dice: “Como elegidos de Dios, sus santos y amados...Sopórtense los unos a los otros, y perdónense mutuamente siempre que alguien tenga motivo de queja contra otro. El Señor los ha perdonado: hagan ustedes lo mismo. Sobre todo, revístanse del amor, que es el vínculo de la perfección” (Col. 3,12-14).

2.   Jesús completa su enseñanza con la parábola del servidor despiadado. Esta parábola es muy conocida. Es un relato que se puede comprender sin dificultad.
Un rey ordena que sea vendido el servidor que le debía una deuda enorme. Éste le suplica: “Señor, dame un plazo y te lo pagaré todo”. Compadecido, el rey le perdonó la deuda. Apenas salió, aquel servidor se encontró con un compañero que le debía unos pocos pesos y que le hizo la misma súplica. Pero no quiso escucharlo y lo mandó a la cárcel. Los otros servidores le contaron al rey lo sucedido y éste, indignado, porque no tuvo compasión de su compañero, lo llamó miserable y lo entregó en manos de los verdugos hasta que pagara todo lo que debía. “Lo mismo hará también mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos”, termina diciendo Jesús.


Sin esta voluntad de perdón no se puede ser discípulos de Jesús.
Lo que debe entrar en nuestro corazón es el espíritu de Jesús: saber perdonar, como perdonó el Señor. Este es el fundamento: Jesús relaciona el perdón que debemos dar a los demás con el que hemos recibido de Dios. Perdonamos como hemos sido perdonados.
Dios es el primero en perdonar. Así el perdón humano surge del perdón divino.
Jesús ha elevado a un nuevo plano la relación de los hermanos entre sí. Todos ellos viven de la misericordia del Padre. Ahora deben regalarse entre ellos esta misericordia. Dios es misericordioso y manifiesta su misericordia perdonando. Pero Jesús ha puesto como condición para recibir esa misericordia que también nosotros imitemos a Dios, perdonando al hermano. Esto significa que también nosotros debemos ser misericordiosos: “Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia” (Mt. 5,7).

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